Emisarios de Ilusión

El niño lloró sus letras


Dibujo: Alvaro Hernández
Dibujo: Alvaro Hernández

Era domingo y el amanecer llegó entre aterciopelados cantos de pájaros; como el sonido del cenzontle y de muchas avecillas más.

Se aproximaba un día fulgurante en el que se desplazaba un militar, por aquellos ondulados caminos rurales, llevándole al caserío Laurel de las Rosas. Él tenía una buena nueva, un mensaje de amanecer para el pueblo.

Al llegar a la primera casa del vecindario, se encontró con una familia de siete miembros, varones y mujeres. El uniformado, con su arma y equipaje tocó a la puerta. José, el jefe de la casa salió a ver quién era, pero lo primero que notó fue que había llegado un militar. Intercambiando saludos, el mensajero dijo:

— Les traigo una buena noticia. Soy un enviado del Ministerio de Educación para informarles que a partir de hoy tendrán un maestro por familia, en su propia casa. Hoy también habrá una inauguración en la plaza del pueblo.

Todos eran analfabetos en el lugar, pero Antonio Laurel (un niño de diez años e hijo de José) al escuchar esto, preguntó:

— ¿Qué es eso papá?

— Hijo, nos van a enseñar a leer, pero permíteme seguir conversando.

— Papá, yo quiero escuchar.

—Sí mi amor, primero escuchemos al mensajero y después preguntamos.

Poco a poco el hombre se dirigió a todas las casas llevando el mensaje, pero parecía que a la mente del niño llegaba una luz, como rayos de luna en las sombras de la noche.

El niño dijo a su papá:

— Yo voy a estudiar para ser doctor, ingeniero, cantante o escritor.

Ese día, hombres y mujeres se vistieron de fiesta. Tomaron sus mulas, y con sus familias, partieron por los caminos reales. Querían conocer a los maestros también.

Antonio se fue adelante, con botitas de hule con caballitos, pantaloneta y camisa. Su pelo era crespo y castaño. Iba corriendo por aquel camino, sudando fuerte, él solo quería ver a su maestra. Inmediatamente se encontraron con una muchacha y el niño decidió que ella sería su profesora.

Al día siguiente empezaron las clases, el niño comenzó a hacer sus palitos o rayitas verticales. Al poco tiempo aprendió las vocales, a leer y a escribir su nombre, pero había algo que lo ponía muy triste, el orden al escribir. Empezaba bien las oraciones, sobre las líneas, pero al final de la página se le amontonaban las letras. Esa era su gran tristeza, no podía resolver el problema.

Un día de clases, algo extraño pasó y su educadora le preguntó:

— Antonio, ¿qué tienes?

Alzando sus ojos llenos de lágrimas, le respondió:

— Estoy triste y aburrido.

— ¿Te aburres por nada? ¿Cómo de escribir no te aburres?

El niño, al escuchar las preguntas, no sostuvo sus lágrimas y empezó a llorar con toda su fuerza. Era difícil de contentarlo. Ella lo tomó en sus brazos para dormirlo, pero nada. Solo después de muchas horas, cayó la noche y se durmió.

Pasaron los meses. Antonio ya sabía leer y escribir, pero habían anunciado la despedida de los maestros. Él comenzó a llorar y a llorar cuando le dijeron que su maestra se iría. Aunque ella trató de consolarlo diciéndole que volvería, él no le creyó.

El día de la despedida hubo una gran fiesta. Un grupo musical participó con guitarras, maracas y bajo, entre ellos el papá de Antonio. La maestra muy contenta le dijo al niño:

— Vamos y bailamos.

Éste fue, pero mientras bailaban el niño lloró, y suplicándole le dijo:

— No te vayas. Yo te quiero mucho. Si tú te vas ya no tendré a quién amar. ¿Con quién iré a los cerros a divisar los faros de Managua? ¿Quién me enseñará y motivará?

— Otras vendrán.

— Pero no como tú.

Al rato llegaron los camiones abanderados para recogerlas y el niño cayó en la calle gritando:

— ¡No! ¡No!

El viento lo atormentó más. Su madre y padre no pudieron auxiliarlo, por la misma tristeza de ver partir a quien le enseñó las primeras letras. Su hermano mayor, ya adolescente, quiso calmarlo, pero fue imposible. Antonio se levantó y salió corriendo detrás de los camiones, gritando:

— No te vayas…

Se alejaron muy rápido, pero Antonio tomó un desvío, según él con la idea de encontrar el camión. Imaginó que tal vez podía pasar por el callejón de mulas y encontrarse con ella… pero no fue así.

Lloró por mucho tiempo y visitó los mismos cerros eco turísticos, a los que más de un día acudió con ella. Sonrió mirando lo intermitente de las luces de la capital. Siempre escuchaba la música que lo hacía recordar a su maestra, atragantado y con lágrimas en sus pupilas.

Pasaron semanas, meses, años, pero siempre tuvo en sus manos el amanecer del pueblo, y en su corazón, a aquella maestra que no volvió. El niño lloró por ella. Lloró su ausencia. Lloró sus letras.

Si quieres recibir nuestros escritos y llenarte de luz, puedes suscribirte aquí.

Autor: Juan Guzmán
Dibujo: Alvaro Hernández
Noticias Mi Ciudad

1 comentario

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.